Galería Isabel Anchorena

 

MAYO – 3 JUNIO

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«El Desengaño»

Al llegar al puerto de Tigre se nos ofrece una postal de paisajes idílicos. Paseos en catamarán, almuerzos en restaurants a la orilla del río, recreos con aguas tranquilas, lugares donde descansar del ajetreo de la ciudad o una visita al puerto de frutos con sus cestos de mimbres. La vida del isleño parece reposar en la bonanza y la contemplación. Sin embargo, al ver la obra de Adrián, el paisaje recobra otra dimensión: ¿qué son esas ramas que parecen no dialogar entre sí y entrelazarse en una especie de laberinto onírico? ¿acechan de ellas acaso alimañas que surgen de los bestiarios medievales?

Roland Barthes habla del punctum como un detalle de una imagen que conmueve la visión del espectador. Mi asombro que provoca el punctum es una rama amarilla, o un tronco blanco, como espacios que logran sobrevivir y se abren en lucha con la multiplicidad de vida que reencarna el paisaje. Colores que rompen la simetría y establecen un diálogo de distintas profundidades. ¿Por qué ese amarillo furioso? Los cuadros de Adrián parecen pedir una mirada ajena, lejos de la fácil contemplación. Amenazan a quién los ve: sugieren perderse, ser parte de la obra misma. Un hilo de agua por debajo de unas ramas caídas, el viento agita los árboles, al fondo se divisa el río. El movimiento de un cambio acechante, por encima de nuestras posibilidades.

Frente a lo preestablecido del algoritmo de la inteligencia artificial, los paisajes de Adrián nos hablan de una realidad más acuciante. Donde actualmente se nos muestra una existencia ya definida y pulcra, estos paisajes surgen como señales de un clima imposible de doblegar: lo oculto en su verdadera dimensión frente a nuestros principios ordenados. En muchas de las obras parece casi imposible mirar en una sola dirección: zigzagueamos buscamos un orden que nos lleven a sentir la “corporeidad” del paisaje; pero la violencia de las ramas o de esos árboles buscan ser apreciados por esa misma cualidad de lo que son: la belleza de lo que no es permanente, a punto de claudicar. Miramos sus obras y nos “desengañamos” de la realidad: la vida parece un sinfín de multiplicidades donde lo latente dialoga en varios sentidos: azul oscuro frente a un azul mortecino, amarillo frente a rojos más suaves o a un verde suave, ocre junto a verde más fuerte, los colores parecen muchas veces metamorfosearse en un principio de descomposición. Pareciera que todo está por venir. En uno de los cuadros, dos casas rojas y azul, ubicadas en cada una de los bordes, parecen señalar los únicos puntos fijos: el paisaje del Tigre se abre en una suerte de diferentes capas de verdes, rojos y azules.

Si en la película El sol del membrillo, de Víctor Erice, Antonio Lopez espera el otoño para pintar con exactitud la incidencia de la luz sobre los membrillos, como si fuera un instante único e irrepetible, las pinturas de Adrián parecen hablar de una multiplicidad del tiempo, formado por las distintas entramados y tonalidades de su obra, para hacernos sentir el tiempo como una suma de varios instantes. Su obra no fija un instante que ilumina una fruta, sino que por el contrario dan testimonio de un pulso y de un tiempo que late con la continuidad de un río.

El tiempo de lo que miramos se nos despliega en otra dimensión: acechan esos árboles un pasado, fuera de la construcción material del hombre. Esta atemporalidad exige una suerte de “desaprensión” del mirar. Descorrer el velo del algoritmo, de las postales y de la supuesta bondad isleña.

 

Lucas Distefano.